Báltico

BÁLTICO: UN CRUCERO POR EL MAR DE LOS VIKINGOS

Foto: La Razón

Hasta no hace demasiado tiempo, hacer un crucero era sinónimo de viaje exclusivo para bolsillos muy pudientes. Gracias a la reciente proliferación de navieras, hoy en día existe una oferta de cruceros tan amplia que es casi imposible no encontrar uno que no se adapte a nuestro presupuesto, por pequeño que sea. Denostado por muchos y adorado por otros, hay que reconocer que un crucero es una forma realmente fácil y cómoda de viajar, porque un viaje no siempre ha de ser una aventura.

Todo empieza en el aeropuerto: facturamos la maleta y aparece en la puerta de nuestro camarote; a partir de ahí, sólo tenemos que preocuparnos por deshacerla una vez y dejar que el «hotel flotante» nos lleve de ciudad a ciudad. El tiempo se aprovecha al máximo, sin traslados a aeropuertos, vuelos o check-in en hoteles. En un crucero no hay tiempos muertos; todo se reparte entre las visitas a las ciudades donde se recala y la plácida navegación, mientras disfrutamos del amplio programa de entretenimiento del barco.

El buque Monarch, de la naviera Pullmantur, zarpa de Helsinki y comienza a surcar las frías aguas del Báltico, uno de los mares más bellos de Europa. Atrás dejamos, tras un corto pero muy provechoso recorrido, una ciudad que brilla con luz propia, gracias al legado que dejó Alvar Aalto, el genial arquitecto y diseñador finlandés, convertido en orgullo nacional. Su obra cumbre es la Casa Finlandia, construida en 1971 como sala de conciertos y ampliada poco después para la Conferencia Internacional de la Paz. La mayor parte de su obra está ubicada en el barrio Otaniemi, la ciudad universitaria, donde Aalto comenzó a trabajar en 1949. Ineludibles, también, las visitas al monumento a Sibelius, la plaza del Senado, la catedral ortodoxa Uspenski y la Temppeliaukio, una sorprendente iglesia de planta circular excavada en roca, con una acústica tan perfecta que la ha convertido en una magnífica sala de conciertos.

Ver amanecer

Una de las mayores satisfacciones que nos puede ofrecer un crucero es disponer de un camarote exterior con ventana. Contemplar el mar durante la navegación es una de las fórmulas más efectivas para desconectar del mundo; ver amanecer desde la cama, una experiencia inolvidable. Y así, contemplando el mar, llegamos a San Petersburgo, la ciudad imperial soñada por Pedro el Grande y la dinastía Romanov, la «ciudad inventada, la más fantástica y premeditada del mundo», como la describió Dostoievski

Es completamente imposible ver San Petersburgo en una o dos jornadas; uno de los defectos que esgrimen los detractores de los cruceros es, precisamente, que las visitas no dan para mucho, que siempre hay prisas. Es cierto, pero es la única forma de poder conocer varias ciudades en un corto espacio de tiempo, tener un primer contacto con ellas, tomar nota y repetir, de forma más pausada, en otra ocasión. Pasear por la Avenida Nevski, hacer un pequeño recorrido en barco por los canales del Nevá, descubrir el estilo neorruso en la iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, alucinar con la opulencia de los salones del Palacio de Catalina y acabar empachados de arte en el Hermitage es una agenda más que razonable para una primera cita con la ciudad rusa. Y que nadie se despiste, el barco no espera; llegar tarde significa quedarse en tierra.

Si San Petersburgo es la opulencia en estado puro, Tallin parece construida siguiendo el guión de un cuento de hadas medieval, con fortalezas amuralladas, torreones y callejuelas adoquinadas de trazado retorcido de las que uno espera que, en cualquier momento, aparezca un sapo que se convierta en príncipe al ser besado por una princesa. Es una ciudad muy cómoda para enlazar a pie la mayoría de sus monumentos, casi todos concentrados en la colina Toompea y el Barrio de Vanalinn, que reúnen un magnífico muestrario de arquitectura medieval que contrasta con la envidiable modernidad de un país, el primero en el mundo que ha permitido el voto por internet en unas elecciones.

De nuevo navegamos en el Monarch, mientras la actividad a bordo no cesa. Las fiestas temáticas se suceden cada noche y, por fin, hemos dejado de perdernos por las doce cubiertas. Empezamos a poner nombre a alguna cara de los 2.751 pasajeros que nos acompañan, a fuerza de compartir salones, comidas y ascensores.

Estocolmo, nuestra última parada, está construida sobre 14 islas, un laberinto de agua y tierra; una ciudad limpia, segura, divertida y fascinantemente moderna. De entre todos sus atractivos destaca el Museo Vasa, el más visitado de Escandinavia, donde se expone el buque de guerra (con más del 98% de su estructura original) hundido el 10 de agosto de 1628, el mismo día de su botadura. Nos vamos de Estocolmo con la convicción de que, algún día, volveremos para conocerla como verdaderamente se merece. Dejamos el Monarch, con pena, porque todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar; pasar haciendo caminos... Caminos sobre el mar.

La estación más bella del mundo

La Estación Central de Ferrocarriles de Helsinki, diseñada en el año 1909 por Eliel Saarinen con claras influencias soviéticas, está considerada como una de las estaciones de tren más bellas del mundo.

El privilegio de cantar con Abba

Entre las visitas obligadas en tierra firme hay un museo en Estocolmo donde la diversión está asegurada: el museo Abba. No se trata de una simple exposición de sus trajes, sino de conocer los detalles de la vida del cuarteto, con recortes de prensa, fotos, vídeos y una buena colección de objetos personales. Pero la gran sorpresa para los millones de fans es poder cantar (virtualmente, claro) con Agnetha, Benny, Björn y Anni-Frid sus míticos temas. 

Fuente: La Razón

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